jueves, febrero 23, 2006

Ricardo y Jimena

El señor Ricardo se secaba el sudor de la cara con una toallita medio ridícula que había encontrado en su casa, y que al parecer era de su nieta. No pudo encontrar la suya, y pensó que estarían lavándola, así que cogió la de su nieta y la empacó junto con sus otras cosas en un maletín negro que le habían regalado su hijo y su nuera por navidad. No le importó lo de la toallita, porque pensó que al final él se la había regalado, así como todo el guardarropa que tenía.
Estaba levantando pesas cuando pasó Jimena. Ella le hizo un guiño y se acercó a él para saludarlo. Jimena tenía un pantalón buzo ajustado color celeste y un polo del mismo color. Se habían conocido en la clase de spinning. Ricardo pensaba que Jimena estaba buena, tomando en cuenta la edad. Sesentaitantos. Cincuentaitantos. Ambos se conservaban bien, aunque Jimena tenía muchísimos años más en eso de ir al gimnasio. Había decidido conservar algo del cuerpo que tenía cuando era joven, con la finalidad de llevárselo a la tumba. Confesaba que su máximo anhelo era verse bien en su velorio, para que sus amigas se caigan muertas de la envidia.
Ricardo, ante estos comentarios, no podía hacer más que aguantar una pesaba risa que caía sobre sus pies como mancuernas. Él no se había preocupado nunca por su apariencia, había sido esposo desde joven, padre y ahora abuelo. No tenía tiempo para ponerse a pensar en cómo se vería en su velorio. Pero algo tenía seguro. Su esposa había muerto hacía tres años de cáncer, y él había pasado por una fuerte crisis emocional hasta el día en que nació su nieta. La llamaron como la abuela y desde entonces, él se desvivió por ella. Si había una mujer en su vida, ésa era su nieta.
Pero no contaba entonces con Jimena, que ahora se acercaba hasta donde estaba él haciendo pesas, moviéndose y hablando como una niña de catorce años que se encuentra con el chico que le gusta. Si Ricardo hacía bicicleta, Jimena se le acercaba y le hablaba cosas, se contorneaba para ver el monitor y para contar los minutos que él hacía en bicicleta. Si Ricardo se metía a la clase de Yoga, Jimena se metía para verlo hacer equilibrio. Si Ricardo bebía agua, o se servía en una botella, Jimena iba y coqueteaba con él haciéndolo beber directamente del caño.
Llegó el día en que Ricardo llegó pálido y con una enorme pena en la cara. Jimena le preguntó si le pasaba algo. Esa mañana Ricardo le confesó a Jimena que no soportaba vivir con sus hijos. Que si él le daba una galleta a su nieta, su nuera le caía encima con eso de que no se puede darle de comer a deshoras a la niña. Que si él la quería llevar a pasear, su hijo los interceptaba en la puerta diciéndole que para eso tenían una niñera. Le dijo a Jimena que estaba harto de que lo trataran como a un lisiado, sólo porque ahora tenía más tiempo libre y gozaba de su jubilación. Jimena dejó de hacer ejercicio y lo miró a los ojos. Ella nunca hablaba de sus nietos ni de sus hijos, porque vivía sola. Le dijo de lo terrible que era no tener a nadie esperándote en casa, nada de risas, nada de problemas. Nada de nada. Sólo una televisión y tres amigas del colegio que traman chismes absurdos sobre los demás.
Aquella mañana ambos quedaron en tomarse el día libre. Ella se vistió en el baño de mujeres y él en el de hombres. Cuando salieron, Jimena tenía un pantalón y una blusa de seda, lucía un cuerpo envidiable para su edad a pesar de las arrugas del cuello y del rostro, todavía virgen de Botox. Es cuando Ricardo se da cuenta de que tiene una cita, y se arregla el pelo y se peina. Lamenta no llevar consigo algo decente, ya que viste un polo de marca blanco con cuello y un short plomo. No lamenta, eso sí, haber cobrado su jubilación a tiempo, e invita a Jimena a almorzar al restaurante que ella quiera. La lleva en su auto y durante el almuerzo ella le cuenta todo lo que él todavía no sabe. Llegan rápidamente al tema de los matrimonios, él le dice con pena que es viudo y ella le dice con alegría que es divorciada. Ambos se ríen. Coinciden en que la vida solitaria de alguien de edad, como es el caso de ellos, puede traer consigo temporadas de profunda depresión. Ella dice haber perdido las esperanzas de encontrar a alguien decente que la ame en la vejez. Jimena se esfuerza en decirlo. Cierra los ojos durante el segundo Baileys con hielo que le invita Ricardo después de almorzar. Dice que su esposo la abandonó porque un día se dio cuenta que ella iba a envejecer, y entonces se fue detrás de la primera chica idiota, rubia y bronceada que encontró en su camino.
Cuando Ricardo la lleva a su casa ya es casi de noche. Jimena, algo picada, no deja de mirarlo. Era posible, después de todo, de tantos años de buscar aquí y allá, que el verdadero amor con el que terminaría sus días lo iba a conocer en el gimnasio. Coge su enorme llavero, compuesto sobretodo de varios llaveros que le regalaron sus nietas. Había uno de Goofy, de los Rugrats, de Scooby Doo, otro que decía JIMENA y que tenía a Mickey Mouse a un costado. Antes de bajarse, Jimena tomó a Ricardo de la mano y le preguntó si quería subir a tomar algo.
Ricardo se quedó un rato sentado mirando el parabrisas de su carro, un Nissan SENTRA del año, y se quedó inmóvil, sin saber qué decir, hasta que se le ocurrió que tal vez nunca se le volvería a presentar una oportunidad así, al menos no con Jimena.

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